LA SABIDURÍA DEL PREGUNTAR

 

Los humanos somos unos animales un tanto extraños. Hay quienes pretendieron renegar de nuestro parentesco, fácilmente reconocible, con los primates superiores y supusieron -y algunos siguen suponiéndolo- que no tenemos nada en común con ellos, basándose en la aceptación literal del relato mítico del Génesis. En el otro extremo, no faltan los que niegan las diferencias, también evidentes que se dan entre nuestra especie y las de esos primates.

 

El hecho de caminar erguidos, la posición de los dedos pulgares de nuestras manos que nos habilita para operar flexiblemente con ellas, nuestra mayor cabida craneal, son rasgos anatómicos evidentes. La invención del lenguaje y nuestra capacidad para el pensamiento abstracto son características nuestras diferenciadoras. De ellas, nace nuestra inclinación a formular preguntas. Interrogaciones sobre el mundo que nos rodea, sobre nosotros mismos. Formulamos preguntas y buscamos respuestas. Claro que todos conocemos a personas, contemporáneos nuestros, que parece que hayan renunciado a esa facultad. Se pasan la vida sin ninguna curiosidad, parece que no se asombran de nada, nada les cuestiona.  El pensar por cuenta propia que inevitablemente  lleva a formular muchos "por qués", les es desconocido. Aceptan sin rechistar lo que recibieron en la cuna o lo que les han inculcado con posterioridad. ¿Serán por ello más felices?. Creo que no. Si empezasen a pensar, empezarían por dudar del andamiaje de ideas que han hecho suyas sin digerirlas. Y sin alguna vez, les llega una interrogante, el no sabe, no contesta, es su única respuesta. Ni preguntan, ni responden. Son sonámbulos irresponsables que atraviesan la vida, aunque lleguen a longevos, sin vivirla. ¿Podemos dudar de su misma humanidad?. Son personas, con toda su dignidad teórica, pero no la ejercitan, porque no la han descubierto nunca, o si alguna vez la entrevieron, renunciaron a ella, para dejarse llevar, como maderos arrastrados por la corriente...

 

Hay preguntas clave que se han formulado por los humanos desde que empezaron a pensar. ¿Quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿hacia dónde vamos?. Pero lógicamente la manera de proponerlas y de buscar las respuestas, tenían que variar en función de las circunstancias concretas en que vivían nuestros antepasados. Hoy no podemos hacérnoslas, de la misma manera y variará mucho, si partimos de la realidad cultural y socio-económica de un país desarrollado o de uno empobrecido.

 

Al lado de esas preguntas clave, que tienen relación con el quién, el qué y el para qué, hay otras, aparentemente desconexionadas de las primeras que giran más bien en torno al cómo. Para responder a estas últimas, se dieron en otros tiempos, respuestas intuitivas, primarias, en muchas ocasiones relacionadas con la magia. Hoy parece que predominan las respuestas con base en el pensamiento científico-tecnológico con su carácter de comprobabilidad y provisionalidad. A veces, ocurre que se intentan contestar o rechazar las otras preguntas, las clave, con ese mismo criterio científico, desbordando su competencia.

 

Las preguntas sobre el quién, el qué y el para qué se han intentado responder desde dos campos, antaño entremezclados y posteriormente diferenciados: el religioso y el filosófico. Cuando ahora queremos reflexionar sobre ellas,  sería necio partir de cero. Conocer lo que dijeron los pensadores que nos precedieron es indispensable. No para repetir ciegamente sus conclusiones, sino en diálogo con ellas, contradiciéndolas si es preciso y superándolas, lenta pero constantemente ir buscando nuestras aproximaciones a respuestas que puedan ir respondiendo a las inquietudes y sensibilidades de los humanos de este siglo XXI.

 

¿Quién soy yo?. ¿Quiénes somos los humanos, todos y cada uno?.

Quiénes y no qué, pues no somos cosas. Somos sujetos, seres que llegan a la vida, no terminados. La vida humana es un recorrido, un camino que al recorrerlo nos va haciendo a nosotros mismos. De la biología genética hemos heredado unas características, unas potencialidades limitadas. Pero, además, hemos nacido dentro de una familia, de una comunidad, en definitiva de una historia, de una cultura que también nos posibilita y condiciona. A partir de ahí, podemos desarrollar nuestra identidad que ya en sus orígenes lleva la trama de una alteridad.  Yo y tú, dentro de varios nosotros, es el entramado dentro del cual se va amasando nuestra personalidad. Hoy somos conscientes -o deberíamos serlo- que los círculos de los nosotros se van ensanchando e interrelacionando hasta abarcar a todos los habitantes del planeta.

 

La forja del ser persona tiene una una indudable dimensión temporal. Nos liga hacia atrás, hacia el pasado, individual o colectivo, a través de la memoria.  Lo que la amenaza es el olvido. Y se abre hacia el futuro, a través de la promesa, en esa experiencia máxima de la libertad que es el compromiso.  Lo que se opone al compromiso es la traición. Pues el ser libre no es el capricho narcisista del deseo instantáneo, sino la respuesta abierta al otro, a los otros que nos interpelan desde sus necesidades, dolores y problemas. En ese darme, en ese darnos a los demás es donde cuaja la felicidad honda y serena de la madurez personal.

 

Somos seres para la muerte, sabedores de la caducidad de nuestra existencia. Nuestra vida es una tragedia, con sus episodios cómicos. Es difícil aceptarla. De ahí que intentemos combatirla. Unos, como decía Paul Ricoeur,  soñarán en la vida eterna que predican los distintos credos religiosos; otros con la inmortalidad a través de las obras que darán testimonio de su camino recorrido: otros intentarán agarrarse a la vida, intentando vivir cada segundo como si fuera el último, el carpe diem de los latinos; otros vivirán como si fueran inmortales porque preferirán no pensar; aún  habrá otros que harán de la muerte una estrategia para construir una vida plena, emancipada y libre. Es, seguramente, la muerte la mejor orientación para encontrar valores básicos que den sentido a nuestra vida. Para responder al para qué de nuestro existir.

 

¿Nos atrevemos a pensar?. ¿O renunciamos a esa facultad, la máxima que nos define como humanos?. Amar la vida, la nuestra, la de nuestros semejantes,  la de todos los seres vivos es quizá la guía que puede iluminar nuestra existencia, la que nos impulsará a buscar las respuestas a las eternas preguntas.  Buscar la verdad, vivirla, ¿no es el objetivo de una vida digna?.

Pedro Zabala

 

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