En
todo grupo humano, donde la jerarquía ejerce despóticamente su poder, crecen
como hongos los fundamentalismos. Aquella se cree depositaria absoluta de la
verdad y celosa del monopolio de su interpretación. Aquiescencia ciega a sus
postulados y rígida obediencia a sus directrices se exigen a los miembros del
grupo. Los grupos pueden ser de distinta índole: religiosos, ideológicos,
políticos, étnicos, etc. Pero en todos ellos, las luchas por el poder se
camuflan, más o menos hábilmente, tras el paraguas de la defensa de la verdad
contenida en su ideario. El problema es que cuando esas verdades del ideario
tropiezan una y otra vez con la realidad cambiante. Hay quienes piensan que
peor para la realidad y que es ésta la que debe amoldarse a sus postulados. Y
cuando no tienen más remedio, no suelen decir nos hemos equivocado, sino
aceptan lo nuevo afirmando que es una continuidad con lo anterior y que
siempre lo habían defendido.
Por ello,
vemos con claridad la existencia entre ellos de los carreristas: personas cuya
obsesión es hacer carrera dentro del grupo al que pertenecen. Saben plegarse a
todas las consignas, buscan no enfrentarse jamás a los superiores, practican
un servilismo disfrazado de humildad. Su idea matriz es que quien obedece no
se equivoca nunca. Huyen del pensamiento original no les vaya a crear
problemas, les basta repetir copiando lo que les han enseñado. Pero en cuanto
olfatean nuevos aires, alguna orientación novedosa venida desde arriba, no
dudan en hacerla suya y corearla con el mismo énfasis, con que antes defendían
lo contrario.
El grupo de
los sumisos está formado por aquellos que jamás se han planteado pensar.
Obedecen ovejunamente sin rechistar jamás. No crean problemas, a cambio de que
no se los creen a ellos. La duda es un lujo en el que nunca han soñado. No
buscan puestos de mando, están bien como están. No les apetecen los cambios.
Quieren normas claras y seguridades.
Los rebeldes
se caracterizan por que un día se atrevieron y empezaron a pensar por su
cuenta. No les asusta la duda, pues saben que gracias a ella e intentando
salir de la misma, avanzan en el camino de la verdad, esa dama siempre
esquiva, que cuando crees haberla alcanzado, siempre está un poco o más lejos.
Han aprendido a relativizar y a buscar la raíz de las cosas. Saben que el
ideario no puede ser algo rígido, sino que ha de ser interpretado a la luz de
la realidad cambiante. Son conscientes de que el humor es un ingrediente
necesario para vivir y también, como es lógico, para pensar que es parte de la
vida. Si son auténticos rebeldes no pueden ser ególatras: el camino de la
verdad está compuesto por los pasos del diálogo, abierto incluso a los que se
creen en su posesión. Otra cosa es que ellos quieran aceptarlo: el anatema es
su dialéctica preferida. Un argumento que suele emplearse contra los rebeldes
es ridiculizar su postura, atribuirles posiciones distintas a las que
realmente defienden: si los jerarcas o sus corifeos sostienen blanco, les
atribuyen negro, aunque los rebeldes postulen un gris o un verde. Lo que más
irrita de los rebeldes es que ellos no se excluyen del grupo al que se han
adherido voluntariamente. Se encuentran dentro de sus límites, aunque no
encerrados en ningún redil, sino abriendo ventanas y erigiendo puentes.
Están
también los alejados. Los que no aguantaron la disciplina y la sumisión y se
fueron de la casa paterna. Pueden haber ído muy lejos o estar cerca, a ver si
ocurren cambios que les permitan volver sin traicionar su conciencia. Cuentan
que Churchill decía que cambiaba de partido para no cambiar de convicciones.
Entre estos alejados, están los se fueron sin rencor, elegantemente o los que
lo hicieron dando un portazo, arrastrando consigo un furor y encono
persistentes, quizá porque el alejamiento de los últimos no fue tanto por
convicciones, sino por no haber alcanzado las cotas de poder que pretendían.
Por último
están los cismáticos. Los que al marcharse, lo hicieron desgarrando la unidad
del grupo y creando otro nuevo. O los que no admiten los tímidos cambios que
la jerarquía había propuesto y se aferran a viejas tradiciones y rituales. O
los que desean reformas no aceptadas y piensan que sólo en un grupo nuevo
pueden realizarlas. Todo desgarro, cualquiera que sea su motivación, es fuente
de conflicto y sufrimientos, pues el proceso va acompañado de mutuas
descalificaciones, no siempre acertadas. La persistencia en el tiempo de estas
escisiones se explica por la conjunción de estos factores objetivos y
subjetivos y por la escasa voluntad de superarlos.
Esta es la realidad observable en muchos grupos humanos, los que suelen exigir
más compromiso. ¿Cómo conjugar la pertenencia al grupo y la conciencia
personal?. ¡Si supiéramos ser adultos, si aunáramos la firmeza de nuestras
convicciones con el respeto a los que difieren a las nuestras!.
Pedro Zabala |