Todas 
        las sociedades, todos los grupos humanos tienen unas reglas no escritas, 
        pero quizá por ello más eficaces, que definen dentro de los mismos eso 
        que ahora llamamos lo políticamente correcto. En el mundo de hoy, tan 
        plural y trasversal, se aprecia con más rapidez esa contingencia 
        relativista de los usos sociales. Ni siquiera es preciso desplazarse a 
        un país exótico, basta con relacionarse con personas de otros ambientes, 
        distintos a aquel en que nos encontramos habitualmente inmersos. Ni 
        siquiera el pensamiento único global que se nos cuela a través de los 
        medios de comunicación es capaz de socavar esa fragmentación de las 
        reglas sociales.
        
        
        Acomodarse a lo políticamente correcto es 
        fácil. Para empezar, nos ahorra pensar, enjuiciar y opinar de un modo 
        crítico. Y tiene la indudable ventaja de que nos permite no desentonar. 
        Estamos en onda, no chocamos, somos reconocidos como un miembro más del 
        grupo. Y nuestra conducta acomodaticia cohesiona a la colectividad, 
        sirve de censura coactiva para quienes se aparten de la disciplina 
        grupal.
        
        
        Claro que en las sociedades plurales de 
        hoy la infracción de lo políticamente correcto no es un fenómeno 
        anómalo. Hay quienes lo hacen con cierta frecuencia y hasta alardean de 
        ello. Unos, conservadores, porque es su forma de mostrar su oposición a 
        lo que juzgan decadentes tiempos actuales. Y otros, progresistas, para 
        rechazar el, a su juicio, estancamiento social. No falta un tercer 
        grupo,  retroprogresistas habría que llamarlos, que se burlan de esa 
        corrección por motivos tanto nostálgicos del ayer como anhelantes de 
        algo nuevo. En todo caso, esos burladores de lo políticamente correcto 
        suelen hacerlo, no tanto por rebeldía individual, sino por defensa de 
        otros usos ya periclitados o por ansia de implantar otros nuevos.
        
        
        
        
        Lo que la práctica de lo políticamente 
        correcto suele acarrear es la extensión de la hipocresía en las 
        relaciones sociales. Lo que nos atrevemos a decir en nuestro fuero 
        interno o en círculos privados, domésticos o amistosos, se tiende a 
        ocultar en ambientes más públicos. Lógicamente es en los círculos del 
        poder o en sus aledaños, donde mejor se ejerce este refinamiento 
        hipócrita. Si el poder es autocrático con mucha más intensidad. En las 
        democracias, la transparencia debiera ser total. Pero todos sabemos que 
        los mecanismos de acceso al poder político, en teoría nítidos a través 
        del sufragio universal, están mediatizados, por esas oligarquías 
        corporativistas que se llaman los partidos políticos. Y en esa jungla de 
        las luchas subterráneas por el poder político, el respeto hipócrita por 
        lo políticamente correcto es esencial. Son divertidos los lapsus en los 
        que ignorando que los micrófonos siguen abiertos, se les escapa lo que 
        realmente piensan y tratan de ocultar al público. ¡De cuántas lindezas 
        nos enteramos que dedican a sus adversarios políticos, de otros partidos 
        y, con más saña, a los del suyo propio! O al revés, también suele 
        ocurrir que en público se dedican a dar caña al rival con el que luego 
        departen amigablemente. No creamos que la hipocresía en el terreno 
        político, se reduce a los dirigentes. También los ciudadanos incurrimos 
        en ella. No tiene otra explicación el que abominemos de la corrupción 
        externamente y luego nuestro voto aúpe de nuevo al poder a políticos 
        sospechosos de haber incurrido en ella. Y no nos escudemos 
        farisaicamente en que no hayan sido condenados por los tribunales que 
        necesitan pruebas. La responsabilidad política es distinta, pues se basa 
        en una confianza exenta de sospechas. 
        
        
        Doquiera que hay luchas por el poder, se 
        da esta aplicación hipócrita de lo políticamente correcto. En los 
        terrenos económicos, intelectuales, artísticos, medios de comunicación, 
        son tan intensos como en aquellos. Quizá menos conocidos, pues no suelen 
        estar tan a la intemperie pública como en el político. O porque el 
        refinamiento es mayor y más sigiloso. Aunque no faltan a veces 
        escándalos notorios en que la vanidad herida explota rompiendo todas las 
        reglas convencionales.
        
        
        
        
Hay 
        un campo, el eclesiástico, donde a los creyentes nos resulta mucho más 
        doloroso este fenómeno. La absoluta falta de transparencia y su total 
        sistema autocrático de gobierno hacen que la hipocresía alcance en 
        algunos de sus miembros destacados un grado superlativo, seguramente 
        inconsciente. La forma impositiva de designación de la jerarquía, a 
        espaldas del pueblo, favorece ese “carrerismo”, esa obediencia ciega a 
        las directrices de arriba, para ir ascendiendo escalones de mando, 
        desvirtuando lo que en el mandato de Jesús debiera ser servicio y nunca 
        poder. Si a esto se une un proceso disciplinario de índole 
        inquisitorial, iniciado muchas veces por denuncias anónimas de matiz 
        conservador-paranoide, acogidas sin recelo, no es de extrañar que el uso 
        de lo políticamente correcto alcance niveles muy superiores a los de la 
        sociedad civil. Se trata de ocultar a toda costa la innegable pluralidad 
        que hoy se da en la Iglesia católica, mostrando una unanimidad que jamás 
        existió en ella. Se sigue apelando al código de derecho canónico y al 
        catecismo oficial dictado por Roma por encima del Evangelio. Y se 
        proclaman unas reglas estrictas de moralidad sexual, rechazada por la 
        inmensa mayoría de los fieles, unos con mala conciencia y otros 
        invocando su conciencia adulta. No es de extrañar pues la conducta 
        equívoca de tantos clérigos que repiten mecánicamente la doctrina 
        oficial en público y en privado no se recatan de dar consejos permisivos 
        a quienes se acercan a ellos. O el mantenimiento rígido de la imposición 
        del celibato obligatorio  en el sector latino de la Iglesia –no en los 
        orientales- mientras se tolera jerárquicamente su vulneración, siempre 
        que se haga con discreción. Sin olvidar la extraña distorsión entre su 
        doctrina social sobre la economía, poniendo la dignidad de la persona 
        por encima del beneficio y del mercado,  y la oscuridad con que manejan 
        sus recursos económicos, buscando en bastantes ocasiones para sus 
        finanzas la máxima rentabilidad según criterios capitalistas…
        
        
        ¿Es posible vivir en sociedad sin tener 
        que acatar lo políticamente correcto, ni tratar de desafiarlo, sino de 
        actuar coherentemente de acuerdo a la propia conciencia?. Difícil sí, 
        pero no imposible. Tres requisitos son necesarios: limpieza de corazón, 
        ausencia de ambiciones de poder y capacidad de pensar críticamente. Si a 
        esto añadimos la sencillez para saber reírse de uno mismo, tendremos las 
        características de una persona que ha sabido conquistar su libertad.
        
        
        
         
        
                  Pedro Zabala