MI INFANCIA son recuerdos de un patio de La Rioja

DEDICADO A MIS ABUELOS DE CASTILSECO ALBINO RUIZ ARCE Y PAULA MTZ. DE SALINAS

Mi infancia son recuerdos de un patio de La Rioja. Pero a diferencia del de Machado, el mío no está adornado de brillantes azulejos, ni de flores multicolores que cuelgan de blancas macetas de barro. No tiene fuente y tampoco tiene luz ni es cálido. Mi patio es de tierra y piedra. Es oscuro y viejo. Es austero. Sólo malas hierbas y un moral anciano crecen en él. El árbol se inclina hacia delante, amenazador. Es el guardián, un soldado milenario que parece existe desde que nació el pueblo y que lo guardará hasta que sus raíces no puedan sustentar más noches de centinela. De pequeño, me permitía subir a él y trepar por sus ramas en busca de las moras más maduras. Pero la última vez que fui a mi pueblo ya no me reconocía.

Es un patio flanqueado por un par de casas adosadas y una iglesia románica. Pequeño y robusto, el sacro edificio se dispone paralelo al patio. Es su frontera natural. Cabezas de condenados y gárgolas lo custodian, manteniendo las miradas de aquellos que rondan por ahí. Están esculpidas en la fachada. Me pasaba horas observándolas en la infancia. Rostros de sufrimiento y culpa, y otros acechadores, maliciosos. Imaginaba, mientras los observaba, la causa del dolor que expresaban los bustos, los diálogos que mantendrían entre ellos durante las noches de vigilia eterna, y si eran advertencias de un mal paso a la otra vida. Desembocando en el patio, una verja da paso a una celda de piedra y hierro donde cruje la puerta de madera oscura. Aquí estaban las cabezas más sádicas, las más habladoras. Guardan el pórtico, rústico y amarillento. Pero esta vez, no escuché ni un susurro.

Como todas las de su generación, la pequeña iglesia dibuja una cruz. La entrada deja a la izquierda el coro y la campana. Al lado contrario hay ocho bancos de cinco personas cada uno. Los bancos permiten un pasillo estrecho que lleva al altar. Una estatua de medio metro se interpone entre grada y ara. Es un hombre empuñando una cimitarra. Se parece a Don Juan de Austria, famoso guerrero de su tiempo, al menos al que yace enterrado en el Escorial. Su postura bravucona y su cabeza alzada emanan valentía, y parece no vacilaría en disipar las dudas de su honorabilidad como lidiador, si le brindasen la oportunidad. Cuadros de dorados marcos se disponen en secuencia, como si de una fila india se tratase, por las paredes de la basílica. Representan las etapas de la Pasión de Cristo, una por una. Son imágenes que enseñan el dolor y castigo padecidos por el hijo de dios. Fui monaguillo aquí, hace tiempo. Recuerdo como, situado en el centro de la edificación, rotaba sobre mi eje y veía, cual fotogramas de una película, la secuencia religiosa, mientras esperaba a que el cura diese la orden de repicar campanas. Aunque esta última vez, ninguna llamada a repicar me despertó de mi letargo.

A veces, evoco los momentos en que me cobijaba con mis amigos en la celda previa a la capilla de la iglesia. Entornada la puerta de barrotes, envueltos en bufandas y abrigos gruesos, hablando de cómo reconstruir al día siguiente la casa de fardos que nos había demolido el dueño de la finca, de los nuevos sofás que habíamos encontrado para el chamizo, de “tomar prestadas” a mi tío unas botellas de vino, o de conseguir tabaco en algún sitio cercano. Hace años, en verano, recuerdo sentarme en uno de los fríos sillares descartados de la iglesia, bajo la sombra de su fachada y acompañado de algún perro vagabundo alimentado de aire. El mismo aire que traía olor a vino y a madera de roble cuando, entre ortigas y zarzas, dibujaba en la gravilla con un sarmiento grueso. Me transporto en el tiempo, cuando paseaba solitario casi llegada la noche. Adormecido el árbol custodio y en silencio las estatuas. A lo lejos, aullidos de perro. Agricultores llegando a sus casas humeantes. Sabor a frío. Aunque esta última vez, mi corazón estaba apagado y no sentí nada.

Mi infancia es un patio, mi patio es un pueblo y mi pueblo es Castilseco.                 

VICTOR OTEO RUIZ

Castilseco. Foto: Fede

 

 

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