Las
sociedades opulentas de Occidente- es decir también la nuestra- están
abocadas a cambios profundos en todas sus dimensiones cuantitativas y
cualitativas. Más aún, llevan años produciéndose, aunque últimamente la
velocidad de la mudanza se haya acelerado exponencialmente y lleva camino
de incrementarse. Claro que hemos de tener cuenta que los intensos cambios
que se producían anteriormente en Europa consistían en las migraciones
-del campo a la ciudad, de unas zonas más atrasadas a las industrializadas
y a las Américas sajona y latina- y en el progresivo envejecimiento de su
población tanto por el descenso de la natalidad como por la prolongación
de la esperanza de vida. En suma una sociedad de viejos ricos (lo cual no
impedía la existencia de clases empobrecidas).
Hoy
el panorama es vertiginosamente distinto: del Sur (que es África, la América
latina, el Este europeo y Asia) nos van llegando oleadas crecientes de
emigrantes acuciados por el hambre, la falta de trabajo, las guerras y las
persecuciones. Nos ven como un oasis de paz, abundancia y seguridad. Y aunque
haya mucho de espejismo en esa imagen, cuando nos ven y comparan su situación
originaria con la que dejaron, se muestran decididos a trabajar duro, enviar
ahorros a los familiares que dejaron en sus tierras de origen y, en muchos
casos, a arraigar entre nosotros, a quedarse definitivamente.
Ese
es -a mi juicio- el mayor reto al que se enfrentan las sociedades europeas. En
mayor o menor grado y con distinto ritmo. Algunas, Alemania, Francia y Gran
Bretaña llevan años experimentándolo. Otras, entre ellos la nuestra, se
sienten ya sobrecogidas ante un alud creciente de recién llegados que empiezan
a ser una parte alícuota importante del total de la población. La
desorientación de gobernantes y de pueblos se traduce fácilmente en miedo y
odios. Varios factores se entrecruzan en estas reacciones. Simplificando
mucho, diríamos que hay dos perspectivas contrapuestas paras afrontar esta
nueva situación: la primaria, ve a los recién llegados, como OTROS, seres
diferentes en nacionalidad, cultura, costumbres, hábitos, sociales, y en
muchos casos con diferentes idiomas y religiones. La segunda, más reflexiva,
los ve SEMEJANTES a nosotros, son seres humanos, con algunas diferencias, pero
dotados de la misma dignidad y derechos fundamentales como seres humanos. En
la primera postura, los Otros son una amenaza a nuestra forma de ser, un
incordio, una fuente continua de alteraciones y discordias, cuando no
semillero de delitos. Para la segunda, los emigrantes son seres necesitados,
que no han venido por gusto, sino por necesidad, podemos abrirles los brazos,
acogerlos con respeto y cordialidad. En una sociedad en que la primacía de la
codicia económica es el valor imperante, los que llegan han de venir sólo en
función del mercado de trabajo, para cubrir los puestos que los de casa no
pueden o no quieren cubrir. Si variasen las circunstancias, sólo cabe
expulsarlos. Reconocerles derechos plasmados en los famosos "papeles" es sólo
en función de que haya trabajo para ellos y mientras dure. No nos engañemos,
esa la postura dominante en los partidos políticos mayoritarios, estén en el
gobierno o en la oposición, aunque unos la disfracen más hipócritamente que
otros
Pero la realidad es mucho más terca y compleja. Los que vienen, con papeles y
sin ellos, han de vivir en algún sitio, y buscan trabajo. Además son más
jóvenes, procrean más. Se relacionan con las gentes de su alrededor, en las
casas, en el mercado, en las calles, en los lugares de ocio, Demandan
asistencia sanitaria, plazas escolares para sus hijos. ¿Qué hacer con ellos?.
Caben soluciones dispares: Asimilarlos, que sean ellos los que adapten, que
renuncien a sus raíces, a sus costumbres, que acepten las nuestras, que se
amolden a nuestros sistema, volverlos invisibles a base de esa domesticación.
Y hay una presión inconsciente y larvada en este sentido; como es silenciosa,
alguno podría pensar que no existe, aunque a veces adopte formas violentas de
intolerancia.
Otra reacción consiste en aislarlos en guetos separados del resto de la
sociedad, que no nos perturben, allá ellos con sus cosas, que no nos rocen;
son gentes sin civilizar, por eso lo mejor es pasar de ellos. Podemos incluso
decir que somos muy tolerantes: a eso llaman multiculturalismo. El respeto a
la pluralidad llevado hasta el extremo, ellos con su cultura sea cual fuere y
nosotros con la nuestra. Estas dos posturas extremas se alimentan
recíprocamente. Quien intenta asimilar provoca el rechazo, hace que los
emigrantes se encierren herméticamente.
Claro que cabe y se da otra postura más humana, conocida con el nombre de
mestizaje. Parte del reconocimiento de que todos somos seres humanos y que son
más los factores que tenemos en común que los que nos diferencian. Cree en
unos valores comunes, plasmados en los derechos humanos reconocidos
internacionalmente. Y con arreglo a ellos juzga todas las culturas, las de los
que llegan y la nuestra. Es más, del contacto con esos nuevos paisanos aprende
a relativizar muchas cosas propias que creíamos intangibles. Degusta nuevas
maneras, otros sabores, aprende el valor de la tolerancia basada en el respeto
mutuo y en la afirmación de esa dignidad común. Ese mestizaje cultural puede
dar lugar a una sociedad nueva, más humana, más fraterna, más abierta al
futuro. Y cuando ese mestizaje espiritual se encarna en parejas multirraciales
están abriendo las puertas a un porvenir en que las fronteras físicas y las
simbólicas caigan ante una humanidad hermanada, donde la xenofobia y los odios
seculares sólo aparezcan en los libros de historia.
Pedro Zabala
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