Testamento espiritual de una MUJER |
||||
Viajar es uno de mis placeres favoritos. Cada año nuevos lugares pasan a formar parte de esa lista personal, repleta de sugerencias, que guardo en mi agenda. La diversidad de su herencia cultural y su historia tumultuosa, plagada de misterio y fascinación, me decidieron a viajar a la India, en Septiembre de 1.994. De las intensas y abrumadoras experiencias de aquellos días, destacaré una vivencia inolvidable cuya narración dedico a todas las mujeres que han luchado y luchan en defensa de un mundo más justo y más humano. Hacía un par de horas que había amanecido en Calcuta, a pesar de que el reloj marcaba las seis y cuarto de la mañana, cuando nuestro grupo atravesaba el umbral de la casa - convento de las Misioneras de la Caridad, residencia de Madre Teresa. El patio se extendía amplio, abierto bajo el cielo raso e implacable de la India, flanqueado por varias terrazas colgadas, con escaleras de acceso, siguiendo los cánones de la arquitectura de la zona. El panorama , a lo largo y ancho del patio, rebosaba tal fuerza e intensidad, que imponía a la mente y al corazón una fuerte disciplina: una mezcla de alerta y asombro, de ansiedad y emoción. Las jóvenes novicias, de hábitos blancos orlados de azul, constituían el elemento vivo y dinamizador de aquel insólito escenario. Trajinaban en discreto bullicio, portando cubos de agua, escobas y otros rudos utensilios de limpieza; lavaban ropa en un rincón del patio y atendían con destreza y amplia sonrisa morena, a los pobres que, alineados en dos larguísimas filas, les mostraban sus ajadas cartillas para recibir medicinas y sus frágiles escudillas en las que se depositaba la ración diaria de comida que, como maná caído del cielo, sería su único alimento hasta la misma hora del día siguiente. En una de las dependencias que rodeaban al patio, varias muchachas jóvenes, entre ellas dos españolas, ejercitaban el voluntariado dedicando sus vacaciones a cuidar de los niños abandonados, en modestas aunque dignas instalaciones. En otro pabellón próximo, los enfermos pobres recibían los solícitos cuidados de aquellas valientes mujeres pioneras en el amor al prójimo. Por fin llegó el momento más deseado y motivo de nuestra presencia allí: el conocer a Madre Teresa. Se nos indicó acceder a una de las terrazas, estrecha y larga, a cuyo fondo una pared blanca amparaba un espacio abierto, a modo de puerta, protegido por una peculiar cortina de abalorios multicolores. La expectación y cierto nerviosismo se habían apoderado de todos los componentes del grupo. De improviso, tras la cortina de abalorios tintineantes, surgió la diminuta figura de Madre Teresa, una especie de icono de azabache enmarcado en el blanco espléndido del manto orlado de azul. Pies descalzos y deformes a fuerza de recorrer vías dolorosas, manos cansadas forjadas en el servicio más generoso y en su rostro, de tostado pergamino, unos ojillos chispeantes y llenos de vida. Nos obsequió con un breve saludo: leve inclinación de cabeza y unas palabras en inglés. Le correspondimos expresándole nuestro cariño y agradecimiento por su entrega incondicional a los más pobres de la tierra. Fue un instante mágico; con suave modulación de voz, dijo que se consideraba una mujer privilegiada porque esa dedicación le había proporcionado una inmensa paz. Con sonrisa dibujada en esbozo, nos distribuyó unas hojitas con unos versos escritos en inglés y nos invitó a recitarlos con ella. Hoy bien podrían considerarse su testamento espiritual. Decían: "El fruto del silencio es la Oración El fruto de la oración es la Fe El fruto de la fe es el Amor El fruto del amor es el Servicio El fruto del servicio es la Paz". A continuación juntó sus manos, que besamos con fervor, y depositamos en ellas un donativo como símbolo de nuestra solidaridad. Con el agradecimiento reflejado en su rostro, Madre Teresa se despidió con la frase "God bless you" (Dios os bendiga) y desapareció tras la cortina de abalorios multicolores. Permanecimos unos minutos en el más absoluto silencio; algo muy especial flotaba en el ambiente: sensación de desamparo y ternura; autorreproche por las continuas frivolidades que nos permitimos cada día; autocupabilidad por pasar de largo, tantas veces, ante el dolor de los más débiles; empequeñecidos por la grandeza de aquella mujer curtida en la entrega y en el sacrificio, consumida en la más exquisita y fecunda inmolación. Rosa Herreros |
||||