TIEMPOS CONVULSOS

Nos toca vivir unos tiempos turbulentos. Sufrimos la tercera ola de esta pandemia global con sus millones de afectados y la tenue esperanza de unas vacunas que ignoramos si llegarán a tiempo para frenarla y si podrán recibirlas las gentes pobres del planeta.

 Pero esta crisis no deja de ser una oportunidad, un kairos en lenguaje bíblico, para encarar el presente con un sentido más profundo y real. Ensoberbecidos por nuestro progreso tecnológico, ha bastado un minúsculo virus para para que recordemos nuestra vulnerabilidad constitutiva. Lección, amarga sí, de la necesaria humildad.

 ¿Qué hacer en esta situación? Las respuestas han sido variadas. O caer en una profunda depresión que, en algunos casos, puede conducir al suicidio. O intentar pasar del problema, procurando disfrutar de cada momento, aunque sea saltándonos las normas dictadas por las autoridades sanitarias.

 También están los que aprovechan este tiempo anómalo para tratar de ayudar a los que lo necesitan -sean profesionales con su abnegada dedicación o voluntarios- para meditar, para leer, para revisar sus vidas y para hacer proyectos para cuando pase esta pandemia.

 Quizá la lección más importante a extraer es la necesidad de vivir una ética planetaria. Lo que Adela Cortina llama un cosmopolitismo arraigado que conjugue la visión global con el actuar local. Solo ese arraigo en lo concreto nos libra de un vacuo abstraccionismo.

 Se impone un análisis completo que vea todas nuestras carencias y la adopción de las medidas precisas para evitar y afrontar catástrofes similares. La vieja anormalidad en la que estábamos situados no puede volver, si no queremos incurrir en los mismos errores.

 Se impone una ética planetaria que nos lleve a asumir nuestras responsabilidades con la naturaleza, con nuestros coetáneos y con las generaciones futuras. La profesora Cortina la ha denominado la ética del cuidado compasivo.

 ¿Estamos educando y educándonos para tener el carácter preciso para asumir nuestra libertad responsable? Para ello se precisa una formación de nuestros jóvenes, no parcelada, sino comprensiva de la tecnociencia y las humanidades.

 Esta ética se basa en la dignidad sagrada de la persona humana que exige una igualdad básica y en el respeto de las diferencias, innatas o adquiridas, basadas en la etnia, las creencias, la orientación o identidad sexual, etc., etc. Cuando estas diferencias se convierten en discriminaciones rompen la igualdad básica, por lo que son injustas y atentan contra la convivencia y la paz.

 Es cierto que la democracia es el menos malo de los regímenes políticos posibles. Sus ventajas respecto a los sistemas autocráticos y totalitarios son indudables. Garantizar la libertad de conciencia, de expresión, de reunión, la división de poderes, la libre elección de los gobernantes son ya conquistas irrenunciables.

 ¿Habremos de renunciar por ello a corregir sus vicios y a intentar perfeccionarla?. No puedo compartir el -a mi juicio- ingenuo optimismo de quienes predican las bondades de la actual democracia representativa. ¿Acaso podemos tapar los ojos ante la subordinación de los gobernantes a las plutocracias económicas? (Lo ocurrido con las subidas de las tarifas de la luz con ocasión de la borrasca Filomena y el trasiego de ex-ministros a puestos de dirección en las compañía eléctricas es buena muestra). ¿O las cloacas del Estado, no sujetas a control jurisdiccional? ¿Podremos olvidar que el marco de las actuales democracias es el de los Estados nacionales, nacidos de un nacionalismo triunfante, exaltador de fronteras? ¿Es democrático el sistema de listas cerradas y bloqueadas impuesto por los partidos políticos? ¿Y el mito de la prohibición del mandato imperativo, negado en la práctica parlamentaria, cuando el partido impone su disciplina sobre la conciencia de sus miembros? ¿No debiera, en cambio,  admitirse entre el  parlamentario y los electores de su distrito?

 ¿Para cuándo el paso de la democracia representativa a otra participativa en la que los ciudadanos puedan exigir, por  mayoría cualificada, el cese de aquellos gobernantes que antepongan su interés particular al bien común?

 Pero en la base del sistema ¿hay verdaderos demócratas, animados de aquella virtud que Aristóteles llamaba la amistad cívica? ¿O somos borregos dispuestos a creernos las consignas que nos vienen de arriba o los bulos de las redes sociales? ¿No nace de esa actitud la proliferación de esas fuerzas populistas, predicadoras del odio y de la exaltación de lo “nuestro sobre todos” que pueden llegar a carcomer nuestras débiles democracias? 

Pedro Zabala Sevilla

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