CALLAR O HABLAR

 Seguro que todos, a mí al menos en varios ocasiones, nos hemos arrepentido tanto de haber hablado como callado. Las palabras dichas no se las lleva el viento, las recogen tanto quienes las oyen, como nuestra memoria. Y los silencios unas veces no dicen nada, otras son de asentimiento y no faltan los de rechazo.

Los seres humanos tenemos la facultad de comunicarnos. Quien se comunica puede transmitir todo o parte de lo que piensa y siente o puede intentar engañar. Se ha dicho que las medias verdades son la mejor arma de la mentira. Nuestras forma de comunicarnos no se reduce al lenguaje, Nuestro cuerpo -rostro, manos y demás partes de él- también, consciente o inconscientemente, revelan nuestro pensamiento y sobre todo nuestras emociones.

Pero el dilema está ahí, sobre todo si queremos obrar éticamente: ¿Cuándo debo hablar y cuándo callar?. ¿Qué debo decir y qué omitir?. Lo que llamamos mentira piadosa, ¿es aconsejable?, ¿puede llegar a ser obligatoria?.

Conviene recordar la esencia de la comunicación. Empieza siempre por una escucha que ha de ser inteligente. Procurar comprender lo que nuestro interlocutor dice y pretende decir. En qué circunstancias se manifiesta y qué emociones se ocultan o revelan a través de sus mensajes. El mismo mensaje dicho relajadamente o en plena agitación tiene otro alcance y significado. De ahí, el consejo de repetir sus propias palabras o las que hemos entendido, para darle ocasión de aclarar, matizar o incluso corregir sus expresiones.

 Llevar a la práctica ese consejo no es tan fácil. Fácilmente incurrimos en dos fallos: filtrar lo que oímos con nuestros deseos, temores y prejuicios. Y no escuchar de verdad, sino pensar inmediatamente en responder para rebatir lo que oímos.

Hay un tópico completamente inexacto. Las opiniones no son respetables, lo son las personas que opinan y su derecho a la libre expresión responsable de las mismas. Pues hay opiniones adecuadas, erróneas y hasta injustas. Tendríamos que  distinguir entre lo que es una mera opinión que responde al criterio subjetivo de gusta o no me gusta y para gustos están los colores.

Otra cosa es una afirmación -o negación- que pretenda llevar un  contenido de verdad. Una aseveración verdadera ha de coincidir con la realidad y ha de estar formulada  con una buena argumentación. Pero teniendo en cuenta siempre que la realidad percibida por mí depende de la perspectiva desde la que la aborde. Por eso la verdad a la que podemos aspirar los humanos, amén de ser siempre provisional no puede ser solipsista, sino intersubjetiva: conjuntando ampliamente las visiones de distintas perspectivas.

 Pero hay otro requisito de verosimilitud: la coherencia en su vida de quien dice proclamar una verdad. Es el valor testimonial de la verdad. Sólo quien vive lo que dice, tiene  credibilidad. ¡Y hay tan pocas personas coherentes!. El extremo opuesto sería el de la fábula del pastorcillo que siempre decía que venía el lobo para disculpar su vagancia, hasta que llegó de verdad y nadie le creyó.

Ahora podemos intentar contestar la pregunta formulada más arriba. ¿Debo decir siempre la verdad la verdad y toda la verdad?. ¿Puedo, debo corregir al que mantiene una conducta equivocada?. ¿En qué ocasiones es mejor el silencio?. Para contestar atinadamente, formularé una pregunta previa: ¿esa conducta que juzgo equivocada perjudica a alguien?. ¿Se hace daño sólo a quien la  realiza?.  En cuyo caso o es un masoca o tiene una adicción lesiva de la que no puede salir sin ayuda, pero siempre y cuando quiera de verdad variar de hábitos. ¿Soy yo quien sufre el daño?.  Si es físico, debo evitarlo y si es moral, sólo depende mi actitud interior el dejarme herir. En muchas ocasiones, habrá que alejarse del ofensor, romper una relación dañina, aunque lleve años de continuidad.

Lo peor es cuando esa conducta produce daños a terceras personas, a veces indefensas. Hay casos graves en que la denuncia debe hacerse ante las mismas autoridades, so pena de convertirnos en cómplices con nuestro silencio.

En los supuestos más  cotidianos y leves de la convivencia, ¿debo encararme con el ofensor?. Seguramente sí, pero buscando el momento oportuno y las palabras adecuadas. Claro que dependerá mucho del equilibrio emocional del ofensor el que la corrección tenga el efecto deseado. Empezar por manifestar los propios sentimientos puede ser el mejor camino, pero sin que en ningún momento se juzgue la intencionalidad responsable del ofensor.

Lo malo es que entre adultos la mayoría de las veces se observa un nivel de desarrollo emocional de adolescentes. Y todos recordamos lo que ocurría en los patios de los colegios. Desde el gallito que se imponía por la fuerza bruta a sus condiscípulos atemorizados, a las discusiones que podían acabar en peleas más o menos generalizadas. O los que adoraban su propio ombligo y esperaban que los demás acatasen sus reglas y si no las cumplían, ni se disculpaban por no hacerlo, se enfurruñaban y lanzaban un “no te ajunto” como castigo. ¿No era su táctica preferida  crear complejos de culpabilidad entre quienes les rodeaban para que los más ingenuos acabasen pidiéndoles perdón?.

Claro que debo preguntarme a mí mismo: ¿Cómo me comporto yo?. ¿Busco la verdad o imponer mi criterio?. ¿Se dialogar, escuchando, hablando o callando según mi conciencia?. ¿No hay en mí retazos de adolescente, sumiso, cobarde, desafiante,  hiriente y culpabilizante?. ¿He aprendido a  no tomarme en serio, a reírme de mí mismo?.

 

Pedro Zabala Sevilla

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