¿DERECHO A PORTAR ARMAS?

He visto un vídeo en el que un líder político, muy conocido mediáticamente, defendía como un derecho consustancial a la democracia el de los ciudadanos a portar armas. Confieso que me produjo escalofríos. Con una dialéctica muy hábil señala las cosas que le gustan de USA y entre ellas el recogido en su Constitución de que los ciudadanos puede tener y llevar armas libremente. Si la democracia es en su esencia que el poder deriva del pueblo, ¿por qué el Estado ha de tener el monopolio de la violencia, sin que esté al alcance de todos, para defender lo que crean justo?. Reconoce los abusos y asesinatos que se están produciendo por esta causa, pero los achaca a la enfermedad de aquella sociedad. No deja de ser curioso que un político que parece decirse de extrema izquierda coincida con la extrema derecha y con la poderosa asociación del rifle yanquis.

Pero, como de costumbre, cuando me encuentro con una opinión que no coincide con mis planeamientos, me he parado a reflexionar. Y he recordado el caso de Suiza, donde el servicio militar es obligatorio y cuando se licencian y pasan a la reserva, se llevan a su casa el arma reglamentaria. Y, que yo sepa, los crímenes violentos por su uso no son habitualmente noticia. Claro que la Confederación Helvética tiene un sistema de educación universal,  tienen fama de pueblo pacífico y defienden su neutralidad en los conflictos bélicos. La otra cara de la moneda es su xenofobia y la resistencia a la admisión de emigrantes; debe ser casi imposible para un extranjero acceder a la nacionalidad suiza.

Si desde que triunfaron los nacionalismos en Europa, se estableció el servicio militar obligatorio, llegando a definirse al ejército como la nación en armas, ¿qué argumentos hay para restringir el acceso de los ciudadanos a las armas?. Se dice que el Estado ha de tener el monopolio de la violencia -razonamiento derivado de Hobbes-  para proteger la libertad y la propiedad de los ciudadanos. Con lo cual se pretende ocultar el hecho innegable de que históricamente los Estados nacionales nacieron de la violencia, para implantar un solo poder, una sola ley y una sola lengua, sobre la diversidad anterior y así garantizar el dominio de un grupo sobre el resto de la población. A través de esa violencia monopolizada se pretenden negar los conflictos sociales e impedir que puedan alterar ese dominio. Ese monopolio suele ir unido a la impunidad práctica con que suelen quedar sus abusos, a nivel interno e internacional. La negativa de las grandes potencias a reconocer el Tribunal Internacional de Justicia para juzgar los delitos contra la humanidad es un buen ejemplo. Imitadores no faltan en países que se niegan por intereses económicos a admitir que sus Tribunales puedan perseguir esos delitos universalmente o han abolido esa posibilidad.

Pero es justo reconocer que la aparición del Estado moderno conllevó la desaparición de las facciones armadas y del bandolerismo endémico que asolaban la mayoría de los países. Hoy mismo, la existencia de señores de la guerra y el desgarro violento que están sufriendo los llamados Estados fallidos en África son un ejemplo claro de que el monopolio de la violencia a nivel estatal es un mal necesario.

La cuestión es que las pugnas de los Estados entre sí a nivel internacional convierten la política internacional en una jungla en que los grandes se reparten el mundo militar y económicamente. Si a esto se añade el gran negocio que supone la fabricación y el comercio legal e ilegal de armas no nos extrañe que el mundo sea un polvorín dentro y fuera de las fronteras nacionales. Circunstancia agravada por la existencia de grupos terroristas que no dudan en apelar al asesinato, el secuestro y la tortura para conseguir sus objetivos políticos. Y cuando algunos de estos terroristas se constituye en Estado en el territorio que ocupan, caso del llamado Estado Islámico, y amenazan con llevar sus salvajismo fundamentalista a todo el planeta no es de extrañar que el miedo cunda y las llamadas a la seguridad por encima de la libertad y de las garantías jurídicas se repitan con escasa resistencia.

¿Se arreglaría todo esto con un hipotético e ilógico derecho derecho de cualquier ciudadano a portar armas?. No son armas lo que necesitamos los ciudadanos. Son los derechos -y deberes correlativos a ejercerlos- a pensar críticamente, a expresar nuestros pensamientos, de reunión y asociación, a actuar en defensa de nuestras convicciones en forma no-violenta. A resistir los embates de los fundamentalistas del mercado que quieren destruir nuestros derechos básicos a una vida digna.

¿Puede esto practicarse dentro de esta alicorta y menguada democracia que padecemos en que los políticos son marionetas del gran capital?. ¿No necesitamos grandes reformas institucionales que garanticen el control del poder por los ciudadanos, la separación efectiva de poderes, con un poder judicial independiente y despolitizado?  ¿Y unos medios de información al servicio no del gran capital, sino de la ciudadanía?. ¿No requiere un sistema de enseñanza basado en la pluralidad y no en el adoctrinamiento, que eduque para el respeto y la convivencia formando ciudadanos libres y críticos?.

Pedro Zabala Sevilla

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