¿SÚBDITOS SUMISOS O SUJETOS MORALES?

La modernidad se caracterizó por el paso de la condición de súbditos a la de ciudadanos. Eso, al menos, es lo que nos cuentan los historiadores y los politólogos. De una situación en que el lugar de nacimiento –el estamento- marcaba la posición de cada individuo en la sociedad –siervo, burgués o noble- a otra, presidida por la consideración de que todos somos iguales ante  la ley y que ésta es la expresión de la voluntad general y no de un soberano por encima de todos.

Pero esta proclamación teórica se enfrentaba, en la práctica, al menos a tres problemas. El primero es que la igualdad teórica oculta tremendas diferencias –por sexo, situación económica, nivel de educación-. El segundo representa la existencia dentro de la comunidad política de grupos sociales –antiguos y nuevos- en los que los individuos son socializados en situaciones y proyecciones de dependencia y no de igualdad.

Y el tercero, más importante a mi juicio, es la cuestión de si la norma jurídica, emanación teórica de la voluntad general, está sometida a algún tipo de límite. Esta cuestión señala la diferencia entre el racionalismo democrático, ejemplificado en Rousseau, y el liberal, con la perspectiva de Locke. Para aquel, ante la ley, expresión de la voluntad general, no podemos oponer objeciones, hemos de obedecer, pues al hacerlo nos obedecemos a nosotros mismos: no existe ningún límite a la soberanía popular; es puro voluntarismo, lo ordenado por el derecho positivo es bueno y lo prohibido, malo. En cambio, en la concepción liberal, el legislador está limitado por unos derechos básicos, anteriores a la misma sociedad: la propiedad privada y la libertad individual. En la posterior evolución constitucional de las sociedades occidentales hemos llegado a la democracia liberal en la que se proclaman por encima del poder político una serie de derechos fundamentales que no se reducen a los civiles y políticos sino que se extienden a los económicos, sociales y culturales. Pero con una diferencia básica,  mientras los primeros son exigibles directamente ante los Tribunales de Justicia, los segundos no tienen garantía jurisdiccional, sólo representan un compromiso programático de intentar realizarlos. ¡Y ya sabemos en qué consiste el derecho al trabajo o a una vivienda digna!... Y, en cuanto a los derechos a la enseñanza, a la sanidad, a una pensión de jubilación que constituyen la esencia del llamado Estado de Bienestar, ya veremos en qué quedan después del embate a que están sometidos por el neoliberalismo amparándose en  la tremenda crisis que él mismo ha provocado. Y es tal el miedo y la desmovilización ideológica que ha generado con la complicidad vergonzante de falsos progresismos que no encuentra apenas resistencias.

Hay pocos que hoy se atrevan a proclamar abiertamente que los legisladores no tienen límites en su labor conformadora del ordenamiento jurídico. La ética puede y debe constreñir su importante tarea. Pero lo que ocurre es que no hay unanimidad a la hora de definir su contenido. Ya no estamos en una sociedad homogénea. Y son varias las perspectivas morales que en el mundo moderno se entrecruzan, con importantes discrepancias en sus postulados. La imposición de una de ellas resultaría despótica. Un común denominador se encuentra en la formulación de los Derechos Fundamentales, consagrados en las Constituciones democráticas y en las Declaraciones Universales. Pero las innovaciones tecnológicas, biomédicas y de ingeniería genética plantean problemas urgentes para los cuales no hay respuestas previas, admitidas mayoritariamente.

En esta situación, el poder político se ve  condicionado por poderosos intereses económicos y por grupos ideológicos o confesionales que tratan de imponer sus preferencias. Los medios de comunicación les sirven de correas de transmisión para influir en una opinión pública que aparentemente goza de amplia información pero a la que se le escatiman las posibilidades de acceder a una formación hoy imprescindible.

Esta presión suele esconder un miedo que parte de una creencia arraigada: el que la legalidad pueda ser fuente de moralidad. Debiera ser al revés: que la moral civil, aceptada mayoritariamente, sea la fuente de la legalidad. Los que más padecen ese miedo son los que en su grupo tienden a creerse, por inspiración divina o superior sapiencia, depositarios de las reglas de una moral absoluta y así socializan en la sumisión a sus seguidores. De ahí su énfasis en anatematizar, en oponerse a la autonomía del poder legislativo, en exigir objeciones de conciencia a las disposiciones que creen injustas.

 Quienes se oponen a un relativismo axiológico deben, por el contrario, centrar sus empeños en formar sujetos morales. Personas con conciencia adulta, capaces por sí mismas de descubrir en cada caso concreto que se les platee la mejor solución ética. Y será esa conciencia formada la que les indique si deben apoyar una norma u oponerse a ella, si deben obedecerla u objetarla cuando su mandato viole un principio básico que, individual o colectivamente, hayan descubierto.

Pedro Zabala Sevilla

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