¿QUEREMOS SER FELICES?

La pregunta puede parecer una bobada, pues todos responderíamos diciendo que ansiamos la felicidad. Pero resulta que una cosa es desear y otra muy distinta querer. El campo de los deseos es muy fácil, amplísimo y cómodo. Querer, querer de verdad, es harto más difícil. Los objetivos profundos de la voluntad son escasos. Entre otras cosas, porque suponen sacrificios, esfuerzos, dedicación de tiempo y consumo de energías. Por ese motivo, no me parece inútil la pregunta: ¿quiero ser feliz?.  Podría contestarse que ese es el máximo objetivo que puede tener en la vida un ser humano. Pero resulta, a mi juicio, que la consecución de la felicidad representa una paradoja básica: al buscarla directamente, no la encontramos, seguramente porque la confundimos con sucedáneos. Y, sin embargo, a veces en la vida, al empeñarnos en otros menesteres, nos topamos con ella inopinadamente.

¿Cuáles son esas vías indirectas que al seguirlas nos pueden llegar a esa alegría serena que es la forma humana, o sea precaria y frágil, de la felicidad?. En una síntesis personal, aunque no original, las reduciría a tres: superación del ego, vivir el presente y apertura a los demás.

Llamamos ego a esa hipertrofia del yo que nos enclaustra en una pretendida y falsa identidad personal;  convierte nuestro ombligo en horizonte de nuestra existencia; erige a nuestros deseos en el único objetivo de nuestra actividad; es causa de nuestros  miedos y angustias; nos fuerza a negar nuestra finitud; y nos incapacita para convertirnos en sujetos morales con su propia conciencia adulta al hacernos oscilar entre reglas rígidas de conducta marcadas por otros o el seguimiento de cualquier capricho apetitoso.  Con todo ello, el ego es causa de sufrimiento continuo entre los humanos. Ese individualismo narcisista se ha convertido en el motor del desarrollo de la civilización occidental, socializando a sus miembros en consumidores compulsivos y competitivos, alejándonos de la felicidad auténtica, aunque la publicidad se la esté prometiendo continuamente bajo la forma de posesiones acumulativas. Este grosero materialismo aleja al ego de su propia raíz corporal, del proceso biológico de su natural envejecimiento y su desenlace en la muerte, ofertándole falazmente una apariencia permanente de juventud y haciendo del desenlace inevitable un tabú.

Rehuir el hoy para añorar el pasado o refugiarse en un futuro no realizado es una manera fácil de amargarse la vida, a base de no vivirla. La vida es siempre presente, no tenemos más que ese instante, ese momento en el que estamos. Esto no significa, claro, carecer de memoria, ser amnésicos. Del ayer nos queda un abanico de posibilidades, de experiencias que conforman la realidad del hoy. Vivir el presente significa estar abiertos a los cambios, nuestros y ajenos, que cada día nos trae. Sobre lo heredado emergen nuevas mudanzas que hay que aprovechar. Para ello, tenemos que librar nuestra mirada de la telaraña de tantas rutinas y prejuicios que nos impiden actuar con los pies en la tierra. La mirada se dirige hacia el horizonte, hacia el mañana, claro, pero desde hoy, fraguando proyectos, emprendiendo quehaceres o continuando caminos ya iniciados. Proyectar forma también parte del presente. Pero sabiendo que hoy tenemos que dar el paso preciso, sin angustiarnos por el que daremos mañana. Gozar agradecidos del instante que vivimos es otra vía importantísima para la felicidad.

Hemos de abrirnos a los demás, ser conscientes de la existencia de los otros con los que convivimos y con los cuales formamos círculos de “nosotros” en los cuales vamos  realizando y desarrollando nuestras personalidades. Esta presencia de los otros es nuestras vidas adquiere, como subrayaba Levinas la forma de responsabilidad. Somos apertura permanente y no enclaustramiento egoísta. Los rostros de los otros en nuestras vidas son llamada y mandato. Podemos apartar la mirada, intentar invisibilizarlos, pero ahí están. Nos hacen salir de nosotros, nos convocan a dar, a darnos. Nos hacen responsables de su suerte. Y esto con independencia de su mayor o menor vinculación con nosotros. Basta su pertenencia a nuestra especie humana. Son personas como nosotros. Son nuestros hermanos. Y si sufren, como víctimas de la naturaleza o de la crueldad de otros seres humanos, sus rostros reclaman nuestra ayuda. Ningún sujeto moral puede escapar a esa responsabilidad. Es que como dice Bauman, “ser una persona moral significa que yo soy el guardián de mi hermano, pero también que soy su guardián al margen de que mi hermano considere sus deberes fraternales de la misma manera que yo;  yo soy el guardián de mis hermano no obstante lo que otros hermanos, reales o putativos, hagan o dejen de hacer. Al menos podré ser un guardián adecuado sólo si actúo como si yo fuera el único obligado o el único que actuara de esa manera…Eso es lo que cuenta al margen de que no todos los hermanos del mundo hagan por sus hermanos lo que yo voy a hacer”. Es que los que hemos hecho de la Biblia nuestro Libro sagrado, sabemos que aquella interpelación  del Génesis, ¿qué has hecho de tu hermano?, es la pregunta básica de cualquier conciencia humana.

Por estas vías, superando el ego, viviendo el presente y abriéndonos los demás nos aproximaremos a la felicidad. ¿Queremos realmente acercarnos a ella?.

Pedro Zabala Sevilla

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