LO ANTIJURÍDICO, LO ANTISOCIAL, LO ANTIÉTICO Y EL PECADO

En la sociedad homogénea, impuesta coactivamente desde el nacional-catolicismo en la que muchos de nosotros fuimos socializados, había una concordancia perfecta entre delito y pecado. La jerarquía eclesiástica señalaba al poder civil lo que debía perseguir penalmente, ya que lo condenaba como pecado. De ahí que la legalidad era fuente de moralidad. Lo que la legislación civil permitía era bueno y lo que prohibía malo, en sentido tanto ético como religioso. A este sistema se le llamaba de cristiandad y es añorado hoy por algunos que quisieran volver a él.

Pero muchas cosas han cambiado desde entonces y las vueltas atrás no son posibles, sino es a un precio intolerable de represión y coacciones. Pero creo además que en las sociedades pluralistas que hoy vivimos, al menos en Occidente, se da una confusión, hábilmente manejada por poderosos grupos de presión, entre determinados conceptos clave para impedir situarnos con un horizonte claro de sentido en nuestra vida personal y social. Hemos de hacer un esfuerzo por establecer unas distinciones básicas en la realidad que habitamos y hacemos.

 Partimos de la autonomía del orden político y, dentro de él, de la existencia de unos poderes políticos constituidos en Estados, sujetos al imperio de la ley. Las normas jurídicas obligan a los ciudadanos y a las instituciones a unas conductas, activas y de omisión. Los actos que se acomoden a lo ordenado por el ordenamiento son jurídicos y tienen los efectos previstos en él. Si lo infringen, son ilegales, antijurídicos y tienen también otras consecuencias. Pero pueden ser de dos categorías muy distintas: si son actos tipificados en los Códigos Penales son delitos o faltas, cuya sanción corresponde al poder judicial, mientras que si sólo afectan a otros tipos de normas, pueden ser objeto de sanciones administrativas o surtir otros efectos previstos en la legislación. Sólo entran en el campo penal, aquellas conductas que, a juicio del legislador, perturban gravemente el orden social.

Pero, además de las normas jurídicas, existen otro tipo de normas, más difusas, en toda colectividad. Son los llamados usos sociales. Reglas de conducta que solemos acatar, casi sin darnos cuenta, porque hemos sido educado en ellas y, muchas veces, para ellas. Las tenemos fuertemente interiorizadas y sólo somos conscientes de ellas, cuando advertimos que algunas personas se apartan de ellas. Las violan y por ello son objeto de reprobación social. También, en esta época de viajes masivos, al ir a países exóticos, lo primero que nos choca es la diferencia de esas reglas de conducta. Suelen abarcar toda la vida social: vestimenta, modos de relacionarnos, de comer, de divertirnos, de situarnos dentro de la sociedad… También aquí hemos advertido claramente los cambios sociales: De una sociedad homogénea, aunque fuertemente estratificada por clases sociales, hemos pasado a otra más permeable. Los usos sociales se han fragmentado y se rigidizan en subgrupos que nos revelan una pluralidad intensa que, por un lado, se universaliza rompiendo fronteras y, por otro, se encierra en ghetos.

Otro campo relacionado, pero hoy distinto, es el de las normas éticas. Constituyen un conjunto de reglas que se dirigen a la conciencia de las personas. En las sociedades arcaicas, era imposible distinguirlas: reglas jurídicas, sociales, éticas y religiosas constituían un todo indiferenciado. Hay que subrayar, como hace Marina, que las religiones fueron las grandes parteras de los códigos éticos de los que se han ido dotando los seres humanos. Se los veían como dictados por la divinidad e interpretados por sus mediadores en la tierra, los componentes de las distintas castas sacerdotales. En principio tenían un carácter limitado a  una época y a los miembros de un grupo étnico o religioso. Fueron las grandes religiones con pretensiones de universalidad y algunas corrientes filosóficas las que formularon las reglas éticas como obligatorias para todos los seres humanos. Fue en Europa, en  la época de la Ilustración donde se proclama la moral con un doble carácter: autónomo, ya no viene impuesta desde fuera, sino que es el propio ser humano quien la crea y universal, apta para todos. Obra de tal manera que tu conducta pueda servir de regla para todos, decía el imperativo categórico de Kant. Este formalismo quedó corregido, en parte, por la exigencia kantiana del deber de usar a cualquier persona como un fin y nunca como un medio. Cuatro críticas pueden hacerse, a mi juicio, a la concepción liberal-ilustrada de la ética: la moral no se inventa desde cero, sino que se descubre a partir de la realidad social, es la primera. La segunda es su marcado carácter individualista, olvida la esencia relacional de la persona humana. Y la tercera es que no toma en cuenta la solidaridad intergeneracional. De ahí que H. Jonas  reformula así el imperativo categórico: “actúa de tal modo que los efectos de tu actuación no sean destructivos de la posibilidad futura del tipo de vida humana del que tú gozas sino que, más bien, favorezca la permanencia de una vida genuinamente humana, para cuya definición y responsabilización se proyectan en contraste negativo, las acciones negadoras de vida que la humanidad ha realizado en el pasado”. Y cuarta, su planeamiento racionalista que no reconoce la dimensión emocional de la ética, en base a dos fuertes sentimientos: la compasión hacia las víctimas y la indignación ante las injusticias que las ha producido. Pero una conquista indudable de la modernidad es la exigencia para una ética de tal nombre de que sea vivida por sujetos morales, es decir personas que hayan conquistado su propia libertad, es decir, su capacidad de autodeterminarse, la cual lleva consigo la asunción de su responsabilidad por sus actos libres. Esto implica tanto una educación en tal sentido, como la repuesta de los seres humanos a esta llamada a la libertad, a partir del descubrimiento de su propia conciencia. Desgraciadamente, son pocas las personas que alcanzan ese grado de desarrollo moral, pues son muchos obstáculos en ese sentido, nacidos en parte de los obstáculos entorpecedores de los poderosos y en otra parte del propio miedo a la autonomía personal.

La sociedad actual es fuertemente pluralista, también en el campo ético. Se dan, dentro de ella, distintas concepciones morales que pugnan entre sí y pretenden conformar tanto el campo jurídico como el de los usos sociales. La relación con éstos, al ser más difusos, es más elástica y expuesta, tanto a mudanzas rápidas como a  consolidar la parcelación social en distintos sectores. La relación entre la ética y el derecho se complica, pues el poder político tiende a menudo a primar una de las posturas éticas que se dan en la sociedad, despreciando al resto. Defender, como desde posiciones relativistas se ha hecho, la neutralidad ética del Estado es absurdo e imposible. Toda legislación lleva consigo el intento de imponer coactivamente unos valores éticos, aunque a veces se utilicen como pantalla para defender unos intereses espurios. Lo que el legislador debe consagrar en sus normas son los principios éticos comunes a la sociedad o al menos a su inmensa mayoría. En los Estados de Derecho son los Derechos Humanos recogidos en sus Constituciones y en las Declaraciones Universales. Lo insuficiente, a mi juicio, es el carácter individualista con que están recogidos y su separación de las obligaciones correlativas. Por ello, los Derechos Económicos, Culturales y Sociales no tienen el mismo rango que los Jurídicos y Políticos. Y hay Estados, encabezados por el más poderoso, que no han firmado la Convención Internacional que los protege. A menudo, a esos valores éticos comunes se les llama ética de mínimos, en contraposición a las éticas de máximos que son las parciales, existentes dentro de una sociedad. Disiento, en parte de esta denominación, pues todos conocemos éticas parciales que son de mínimos respecto a exigencias de Derechos Fundamentales.

Por ejemplo, las exigencias neoliberales de desregulación laboral o las pretensiones en  nombre de la nuda autonomía de la mujer embarazada para dejar sin protección jurídica al nasciturus. La proclamación de los Derechos Humanos no fue tarea fácil, sino fruto de un largo camino, en cuya vanguardia estaban aquellas víctimas que enfrentadas a sus verdugos, con su vida ejemplar y, a veces, con su muerte, lograron su conquista. Pero, lo que tanto costó conseguir puede devaluarse hoy por los embates contra las libertades por el miedo al terrorismo, por las arremetidas del capitalismo salvaje sin enemigos a pesar de la crisis y por  la labor de zapa de un seudo-progresismo chato. Necesitamos la resistencia enérgica de sujetos morales que defiendan los Derechos Humanos, exijan su extensión a todos a todos los seres humanos y su profundización en nuevos Derechos que respondan a las demandas de la actual situación histórica.

Dentro de una cosmovisión religiosa tiene lugar la noción del pecado. Se nos enseñó que es una trasgresión de los mandamientos de la ley de Dios o de la Iglesia. La fuerte juridificación con que el catolicismo se ha ido dotando, a lo largo de su historia, tiene aquí su reflejo. La visión de un Dios legislador y juzgador, de una jerarquía que tiene la facultad de atar y desatar, de condenar y de perdonar, con sus distinciones entre pecados mortales y veniales, de la culpa y de la pena temporal, subsistente a pesar de la absolución, con la necesidad de las indulgencias, es la doctrina contenida en el código de derecho canónico. El evangelio nos ofrece una visión bastante más sencilla y abierta. En la parábola del buen samaritano, hay dos clases de pecadores: los criminales que malhirieron y despojaron al viajero y el sacerdote y el levita que pasaron de largo. La mayor parte de las personas pocas veces maltratan directamente a otras personas, pero la mayoría sí que hacemos oídos sordos a los lamentos de las víctimas. Y otra parábola, la del hijo pródigo, nos muestra, por encima de todo, las entrañas maternales del Padre que salía todos los días al camino, esperando el regreso del hijo que había abandonado la casa paterna. ¿El banquete posterior tiene algo que ver con rigideces jurídicas?. A la luz de esto: ¿cuál debe ser la postura de los cristianos en la sociedad actual?. A mi juicio, no impositiva, sino activa: creando o apoyando redes sociales que protejan a los desfavorecidos de la sociedad y perdonando e impulsando el perdón a los enemigos. De nuestra oración principal, se desprende que el único requisito para el Perdón del Padre es que perdonemos nosotros. Y ¿podemos conseguir una paz estable, sino es superando el rencor y la venganza a través del perdón?. 

Pedro Zabala Sevilla

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