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      Está de moda una apología facilona del olvido, como 
      necesario para subsistir. Si aparto de mi conciencia los recuerdos 
      dolorosos,  alejaré de mi vida la angustia, me refugiaré en una anestesia 
      moral que me facilitará el sentirme bien. Ante un trauma grave, puede ser 
      un mecanismo de defensa que me facilite la placidez, aunque, a la larga, 
      ese recuerdo reprimido, me provoque algún trastorno, cuya causa me costará 
      descifrar. Lo realmente patológico, es que esa defensa excepcional, se 
      convierta en un hábito rutinario para un individuo o una colectividad. 
        
      Todo indica que esta carnicería de Gaza, que 
      según sus autores quiere acabar con los terroristas, logrará 
      multiplicarlos. Desde 1948, los palestinos viven condenados a humillación 
      perpetua. No pueden ni respirar sin permiso. Han perdido su patria, sus tierras, su agua, su libertad, su todo. Ni 
      siquiera tienen derecho a elegir sus gobernantes.
 Cuando votan a quien no deben votar, son castigados. Gaza está siendo 
      castigada. Se convirtió en una ratonera sin salida, desde que Hamas ganó 
      limpiamente las elecciones, en el año 2006. Algo parecido había ocurrido 
      en 1932, cuando el Partido Comunista triunfó en las elecciones de El 
      Salvador.
 Bañados en sangre, los salvadoreños expiaron su mala conducta y desde 
      entonces vivieron sometidos a dictaduras militares. La democracia es un 
      lujo que no todos merecen.
 
 Son hijos de la impotencia los cohetes caseros que los militantes de 
      Hamas, acorralados en Gaza, disparan con chambona puntería sobre las 
      tierras que habían sido palestinas y que la ocupación israelita usurpó. Y 
      la desesperación, a la orilla de la locura suicida, es la madre de las 
      bravatas que niegan el derecho a la existencia de Israel, gritos sin 
      ninguna eficacia, mientras la muy eficaz guerra de exterminio está 
      negando, desde hace años, el derecho a la existencia de Palestina.
 Ya poca Palestina queda. Paso a paso, Israel la está borrando del mapa.
 
 Los colonos invaden, y tras ellos los soldados van corrigiendo la 
      frontera. Las balas sacralizan el despojo, en legítima defensa.
 No hay guerra agresiva que no diga ser guerra defensiva. Hitler invadió 
      Polonia para evitar que Polonia invadiera Alemania.
 Bush invadió Irak para evitar que Irak invadiera el mundo. En cada una de 
      sus guerras defensivas, Israel se ha tragado otro pedazo de Palestina, y 
      los almuerzos siguen. La devoración se justifica por los títulos de 
      propiedad que la Biblia otorgó, por los dos mil años de persecución que el 
      pueblo judío sufrió, y por el pánico que generan los palestinos al acecho.
 
 Israel es el país que jamás cumple las recomendaciones ni las resoluciones 
      de las Naciones Unidas, el que nunca acata las sentencias de los 
      tribunales internacionales, el que se burla de las leyes internacionales, 
      y es también el único país que ha legalizado la tortura de prisioneros.
 ¿Quién le regaló el derecho de negar todos los derechos? ¿De dónde viene 
      la impunidad con que Israel está ejecutando la matanza de Gaza? El 
      gobierno español no hubiera podido bombardear impunemente al País Vasco 
      para acabar con ETA, ni el gobierno británico hubiera podido arrasar 
      Irlanda para liquidar al ira.
 ¿Acaso la tragedia del Holocausto implica una póliza de eterna impunidad? 
      ¿O esa luz verde proviene de la potencia mandamás que tiene en Israel al 
      más incondicional de sus vasallos?
 
 El ejército israelí, el más moderno y sofisticado del mundo, sabe a quién 
      mata. No mata por error. Mata por horror. Las víctimas civiles se llaman 
      daños colaterales, según el diccionario de otras guerras imperiales.
 En Gaza, de cada diez daños colaterales, tres son niños. Y suman miles los 
      mutilados, víctimas de la tecnología del descuartizamiento humano, que la 
      industria militar está ensayando exitosamente en esta operación de 
      limpieza étnica.
 Y como siempre, siempre lo mismo: en Gaza, cien a uno. Por cada cien 
      palestinos muertos, un israelí.
 Gente peligrosa, advierte el otro bombardeo, a cargo de los medios masivos 
      de manipulación, que nos invitan a creer que una vida israelí vale tanto 
      como cien vidas palestinas. Y esos medios también nos invitan a creer que 
      son humanitarias las doscientas bombas atómicas de Israel, y que una 
      potencia nuclear llamada Irán fue la que aniquiló Hiroshima y Nagasaki.
 
 La llamada comunidad internacional, ¿existe?
 ¿Es algo más que un club de mercaderes, banqueros y guerreros? ¿Es algo 
      más que el nombre artístico que Estados Unidos se pone cuando hace teatro?
 Ante la tragedia de Gaza, la hipocresía mundial se luce una vez más. Como 
      siempre, la indiferencia, los discursos vacíos, las declaraciones huecas, 
      las declamaciones altisonantes, las posturas ambiguas rinden tributo a la 
      sagrada impunidad.
 Ante la tragedia de Gaza, los países árabes se lavan las manos. Como 
      siempre. Y como siempre, los países europeos se frotan las manos.
 La vieja Europa, tan capaz de belleza y de perversidad, derrama alguna que 
      otra lágrima, mientras secretamente celebra esta jugada maestra. Porque la 
      cacería de judíos fue siempre una costumbre europea, pero desde hace medio 
      siglo esa deuda histórica está siendo cobrada a los palestinos, que 
      también son semitas y que nunca fueron, ni son, antisemitas.
 Ellos están pagando, en sangre contante y sonante, una cuenta ajena.
 
      EDUARDO GALEANO 
      Montevideo, 17 de enero de 2009 
      (Este artículo está dedicado a mis amigos judíos 
      asesinados por las dictaduras latinoamericanas que Israel asesoró)
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