ELOGIO DEL RELATIVISMO... MODERADO

Vivimos tiempos en los que resurge –si es que alguna vez había desaparecido– el viejo absolutismo. Aquellos convencidos de tener razón, de estar en posesión de la verdad, de los que se aferran ciegamente a sus creencias, de los que piensan que dudar es signo de debilidad. Y denuncian como uno de los males más significativos de hoy un extendido relativismo, sobre el que lanzan sus peores anatemas. Esa arrogancia absolutista recibe el nombre de fundamentalismo. Y no creamos que este fenómeno se circunscribe sólo al campo religioso, donde se da con una rigidez perniciosa para los creyentes y… para los que no lo son, Fundamentalistas haylos en todos los aspectos de la vida humana; políticos, económicos, familiares, lúdicos… Por haberlos se dan también el área de la ciencia que por pretendida definición debía ser inmune a ellos, al estar sometida sólo a la razón; son los capos pseudo-científicos que se aferran a viejos paradigmas negándose a admitir innovaciones que se van abriendo paso experimentalmente o aquellos que pretenden que el método científico sea el único válido para llegar a la verdad en cualquier esfera de la vida humana.

 No conozco a nadie que pretenda razonablemente defender un relativismo radical. El que todo sea según el cristal con que se mire, que no haya verdad o error, ni bien o mal, objetivos, que todo dependa del sujeto que lo examine es fácil desmontarlo teóricamente. Pero en la práctica hay que reconocer que existen quienes piensan así y pretenden vivir de tal guisa, hasta… que el vecino les pisa un callo y entonces gritan airados: ¡no es justo, no hay derecho!.

 Pero esto, desde luego, no justifica la existencia amenazante de las posturas fundamentalistas. En el campo de las creencias religiosas es donde han mostrado históricamente su mayor virulencia. Desde la arrogancia de ser la única religión verdadera hasta el cree o muere hacia quien no la acepta hay un trecho que se ha sobrepasado con demasiada frecuencia. No es un fenómeno exclusivo de las religiones monoteístas, aunque se les haya achacado el monopolio de la intolerancia. En su nombre se han pretendido justificar cruzadas bélicas, asesinatos y torturas. Y con más saña aún cuando el otro era un hereje, un desviado de la ortodoxia propia, que cuando estaba adscrito a una religión distinta.  En Europa nos costó siglos de sangre y horrores descubrir la libertad religiosa, condenada como error modernista por el supuestamente infalible magisterio romano. Menos mal que el Concilio Vaticano II, ¡al fin!, la admitió sin reservas. Pero hoy día en los países constitucionalmente mahometanos, está prohibida la práctica pública de otra religión y el abandono de la oficial se sanciona con pena de muerte. Y cuando el ateísmo se convierte en religión de Estado los creyentes religiosos han sufrido la misma suerte, como hoy sigue ocurriendo en la China de hoy, capitalista en economía y maoísta en política.

  El mecanismo psicológico, individual o colectivo, que explica el paso de la creencia fanática a la violación de los derechos humanos, incluso el de la vida, se cifra en la presunción de que la posesión monopolista de la verdad  justificaría el empleo de cualquier medio para imponerla coactivamente.  La bondad del fin legitimaría las mayores atrocidades para conseguir aquel. La eficacia a ultranza coloca la victoria por encima de la justicia.

 En las sociedades pluralistas de hoy coexistimos gentes con cosmovisiones distintas (junto a aquellos -¿mayoritarios?- que parecen no tener ninguna, al haber perdido sus referencias a la tradicional impuesta oficialmente y no haberla sustituido por otra, quedando a merced de las manipulaciones de todos los poderosos).  Por eso cimentar las bases de una moral para esta época trans-moderna exige aceptar una ética discursiva en la que esa pluralidad de cosmovisiones dialogue en la búsqueda de principios comunes, sin ninguna imposición. Algunos a esto lo llaman relativismo, pero es moderado, pues nace de la duda y de la búsqueda conjunta de reglas universalizables, por partir tanto del “otro universal”, cualquier persona, cuya dignidad nos debe impedir usarla  como instrumento, como del rostro de los “otros concretos”, las víctimas cuyo dolor no puede sacrificarse a reglas deshumanizadas.

Pedro Zabala Sevilla

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