DE IRACUNDOS

La facilidad con que vemos la paja en el ojo ajeno es proverbial. Tanta como la ceguera para ver los propios defectos. ¡Con qué energía denunciamos los fanatismos de los otros! ¡Y cuánto nos cuesta reconocer los propios!.  Más que un punto ciego, lo que sufrimos es un océano de ceguera. Al menor reproche que nos hacen, saltamos iracundos, negando la acusación y añadiendo un tú más, todavía más virulento.  Esto ocurre en el ámbito individual, pero resulta mucho más llamativo cuando se trata de salir en defensa del propio grupo, dentro del cual se halla cobijo y seguridad.

Cuanto más democrática sea una sociedad, más respete y promocione la libertad de sus miembros, más abierta sea a la autocrítica, mucho mejor encajará las acusaciones exteriores. Pero si se trata de una comunidad cerrada y jerárquica, donde el amén y la obediencia sean exigidos siempre, más cortapisas se ponga al libre albedrío y juicio propio de sus componentes, más se idolatren sus jefes y más indiscutidos sean sus juicios y decisiones, con más iracundia y vehemencia se acogerán las críticas internas y externas. 

Según M. Dolores Oller Sala, se puede hacer una lectura de los fundamentalismos como tradiciones acorraladas. A mi juicio esto puede ser verdad en muchas ocasiones. Conocemos o podemos imaginar los casos de pueblos, clases, grupos religiosos o ideológicos que se ven ahogados o constreñidos por coacciones externas e imposiciones homogeneizadoras que pretender ahogar su singularidad e imponerles el rodillo del  uniformismo.

Pero son también conocidos los casos de quienes se sienten y se proclaman acorralados, simplemente porque han perdido una situación de preeminencia y tienen que compartir el espacio público que antes monopolizaban. Como se creen superiores o intérpretes de la verdad absoluta, no toleran la nueva situación y justifican su postura imaginando persecuciones que serían risibles, sino fuera por la mofa que suponen para aquellos que antaño fueron sus víctimas o para tantos que hoy las sufren en tantos lugares del planeta.

La ira es siempre mala consejera. Nubla la razón, nos hace perder la ecuanimidad, altera la percepción, desfigurando la realidad que es mucho más compleja de lo que nuestra cólera nos hace ver. Pero si la ira de quienes están objetivamente acorralados y perseguidos es comprensible, aunque no podamos justificar la acciones violentas de quienes las padecen, ¿qué podemos decir de la iracundia de quienes patalean porque ya no pueden seguir imponiendo a la colectividad  sus preceptos?

Pedro Zabala Sevilla

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