GUERRA Y PAZ

El título tiene archiconocidas reminiscencias literarias. Alude a una realidad, por desgracia, indiscutible en la historia humana: las luchas que han asolado nuestra especie desde sus orígenes. Hasta tal punto que muchos sostienen que los períodos de paz son sólo interludios entre guerras abiertas.

 Los romanos nos dejaron tres máximas que definen bien la esencia de aquel imperio: ¡Ay de los vencidos!, ¡callen las armas entre las guerras! Y ¡si quieres la paz, prepara la guerra!. Quizá, todos los imperios las han seguido al pié de la letra. Y el actual, con Bush a la cabeza, las aplica inexorablemente.

 La vieja Cristiandad pretendió civilizar el fenómeno bélico en un esfuerzo prologado por la Europa ilustrada. Así fue surgiendo lentamente lo que acabó llamándose el derecho internacional humanitario. Los ejércitos fueron incorporando el honor del guerrero: el respeto al combatiente enemigo que se expresaba fundamentalmente en el cuidado de los heridos y de los vencidos.

 Todo esto es ya retórica pasada ante las manifestaciones bélicas de hoy. Tres aspectos caracterizan las guerras actuales. El objetivo bélico primordial ya no son los propios ejércitos y las estructuras militares, sino las civiles (poblaciones, vías de comunicación, la propia naturaleza, los centros de transmisiones). El resultado es abrumador, la mayor parte de las víctimas son no combatientes: mujeres, niños, ancianos. Cínicamente se habla de los “daños colaterales” de unas armas calificadas de inteligentes.

 Por otro lado, han emergido y siguen apareciendo, como combatientes activos, gentes no integradas en ejércitos estatales. Son los “señores de la guerra” antiguos y nuevos, integrantes de los diversos terrorismos, internacionales o internos.  Para ellos, el honor del guerrero no existe. Seleccionan y ejecutan fríamente sus actos criminales. Sus primeras víctimas son sus gentes más próximas que no comulgan con sus objetivos o sus estrategias.  Se trata de amedrentar por el terror para crear un silencio cómplice en torno a sus movimientos. La escalada de estas actividades se obtiene en esas matanzas gigantescas en las que sus autores se suicidan inmolándose.  El terror es su arma más eficaz.  Lo peor es el resultado que alcanza: sus enemigos mimetizan su estrategia. Y surgen los contraterrorismos estatales con le mismo desprecio a la vida y a los derechos fundamentales. Y unas poblaciones asustadas aplauden medidas de seguridad que merman cada vez más sus libertades básicas, sin proporcionarles más seguridad.

 Hay un símbolo claro de este contraterrorismo que condensa el más grave ejercicio de la tortura y de indefensión jurídica: la base norteamericana de Guantánamo en la isla de Cuba. El secuestro y traslado de supuestos terroristas, con la aquiescencia de gobiernos de todo el mundo, hasta un centro de terror es una muestra de la degradación moral alcanzada y fuente para ir retroalimentado enérgicamente el mismo terrorismo que se quiere combatir.  ¿En nombre de qué principios se prescinde del derecho internacional humanitario?. ¿Qué legitimidad moral tienen quienes así actúan frente a sus enemigos?.

 Las leyes callan. La impunidad de los torturadores y secuestradores se impone. Se torpedea al recién nacido Tribunal Internacional de Justicia. El color de la piel, la religión o las ideas pueden convertir a cualquier persona en sospechosa. Y el sospechoso no tiene derechos. Si le dejasen, cosa que no siempre ocurre, le correspondería a él probar su inocencia, invirtiendo el principio más básico de las garantías jurisdiccionales. Y se pretende que las confesiones arrancadas mediante tortura tengan validez ante los Tribunales, retrocediendo siglos de civilización.

Copiando a los romanos intentan hacernos creer que el mejor medio de asegurar la paz es prepararse para la guerra. Lo hacen principalmente de dos maneras: la propaganda y el armamento. Se emplean cada vez más intensivamente de medias verdades o burdas mentiras. Las supuestas armas de destrucción masiva que se inventaron para justificar la invasión de Irak es el ejemplo más notorio. Y la adquisición de armamentos cada vez más destructores y sofisticados consume ingentes cantidades de sus presupuestos y de sus inversiones en investigación y desarrollo. Y las más temidas de todas, las armas atómicas, se quieren prohibir a terceros países ‑casos de Corea del Norte e Irán‑ para asegurar el oligopolio del club selecto de países ‑USA, Rusia, China, Gran Bretaña, Francia, Israel, India, Pakistán‑ que ya las poseen.  Si de verdad, buscasen la paz, antes de poner trabas a la ampliación del club, empezarían ellos por irlas destruyendo. Quienes más amenazan no son los que pretenden adquirirlas, sino los que las acumulan masivamente.

 La fabricación y venta de armamentos ‑junto a la droga, la prostitución y la especulación urbanística‑ se acelera. Este tráfico mundial descontrolado se hace a costa del tercer mundo para abastecer sus ejércitos regulares o sus grupos rebeldes. África, con sus poblaciones hambrientas y desnutridas es uno de los mejores clientes de este negocio criminal. Los intereses de las grandes multinacionales y la voracidad de los traficantes de armas alimentan esas guerras sempiternas, semisilenciadas por los grandes medios de comunicación.

 Con este panorama, ¿se puede conseguir una verdadera paz?. Para ello, hay que prepararla concienzudamente. ¿Cuántas personas hay comprometidas en ser hacedoras de paz?. Gentes que aparquen los miedos, superen los odios y se esfuercen en adelantar el día en que “de las espadas se forjen arados”…

Pedro Zabala Sevilla

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