LOS OTROS NACIONALISTAS
Hablamos mucho, a veces demasiado, de los vascos, los catalanes y un poco de los gallegos. Pero nos olvidamos con mayor frecuencia del que tiene más seguidores: el español. Desde la llegada de la democracia parecía haberse adormecido, pero actualmente resurge con mayores bríos Para comprenderlo, conviene echar la vista atrás. Como todo nacionalismo, tiene fecha de nacimiento y las dos características comunes: su carácter reactivo frente a uno u otros nacionalismos rivales y su esencia más emotiva que racional. No busquemos nacionalismo español antes del siglo XIX. Podríamos considerar protonacionalistas a los reformadores ilustrados de los reinados de Carlos III y Carlos IV. La política de los Borbones era centralista respecto a la mayoría de sus reinos, mientras que respetaban teóricamente el régimen foral de Navarra y las Provincias Vascas, ya que les habían sido fieles durante la guerra de Sucesión, pero no consideraban los Fueros como fruto de un Pacto, sino como mera concesión real. En esta tesitura se produjo la invasión francesa, el apresamiento de toda la familia real y el levantamiento popular que dio origen a la guerra de Independencia. Se formaron Juntas populares que en todos los territorios coordinaron la lucha contra los invasores. Los ilustrados se dividieron en dos bandos: una minoría que acató a José Bonaparte, nombrado rey por su hermano, los afrancesados y la mayoría, los liberales que acabaron controlando las Cortes de Cádiz. La constitución de 1812 es el acta de nacimiento político de la nación española, sujeto de la soberanía que se desplaza del monarca absoluto al nuevo ente que nace legalmente de las cenizas de los antiguos reinos y señoríos. Como dice el preámbulo de la Constitución ya no habría en adelante castellanos, vascos, catalanes… sólo españoles. El nacionalismo español brotó copiando el jacobinismo francés y se asienta sentimentalmente en el rechazo del expansionismo napoleónico. Como reacción a este nacionalismo gabacho y copiándolo tenemos el autóctono. Este liberalismo proclamó la igualdad abstracta ante la ley de todos los ciudadanos, sin tener en cuenta el nacimiento, se trataba de acabar con la distinción entre nobles y plebeyos, entre cristianos viejos y nuevos. Y para ocultar que las nuevas ideas procedían del enemigo francés, los doceañistas no dudaron en apelar al recuerdo de las Cortes medievales castellanas, como antecedente de las nuevas libertades. La vuelta del destierro de Fernando VII, uno de los gobernantes más abominables de nuestra historia, tras su jura de la Constitución de 1812 dio origen a nuestros males posteriores. Recibido al grito de ¡Vivan las “caenas”! regresó pronto al absolutismo más despiadado. No describiré los posteriores avatares políticos de sobra conocidos. En la evolución del nacionalismo español hay dos vertientes distintas: la progresista, afincada en los cuarteles cuyas figuras más destacadas fueron Riego, Espartero y Prim. Representan el ala dura, anticlerical –“si supieran los curas y frailes”- y coherente de este nacionalismo. Enfrente, el sector moderado o conservador, aliado al alto clero y a la nobleza terrateniente, expresión de la nueva burguesía emergente, para quienes el objetivo fundamental no era tanto homogeneizar la sociedad española, absorbiendo la tradicional pluralidad, sino conseguir la unidad de mercado; conseguido este objetivo avanzar en el proceso nacionalizador carecía de sentido para ellos ya que acabaría por poner en peligro sus intereses. La restauración alfonsina da ocasión al triunfo de la segunda opción. El turno de partidos entre Cánovas y Sagasta, conservadores y liberales, domados estos últimos, dio lugar a la polarización de los progresistas radicales hacia posiciones republicanas. La lucha cubana por su independencia hace rebrotar las llamaradas del nacionalismo español (al que no es ajena la cúspide carlista, recuérdese la oferta de tregua en plena 3ª guerra por este motivo); la pérdida de la colonia provocó una crisis y una profunda reflexión intelectual sobre la decadencia española y la necesaria política de regeneración. Otra crisis vendrá provocada por la guerra con Marruecos. ¿Cómo ser una potencia europea sin colonizar un pedazo de tierra africana, aunque fuese en forma de protectorado sobre la zona más pobre de este país?. El estancamiento de la lucha contra la sublevación y el golpe de estado de Primo de Rivera supusieron el anclaje del vector conservador del nacionalismo dentro del ejército. La presencia combativa de organizaciones obreras y de nacionalismos periféricos reactivos al central supusieron la canalización de las energías de éste contra los que en su imaginario eran los dos peligros mayores: el rojo y el separatista. Tras la caída de la monarquía alfonsina, la 2ª República supuso el intento del progresismo español de modernizar la nación, abriéndose a pactar con las izquierdas obreras y los otros nacionalismos. El intento acabó mal: las prisas por realizar la revolución, la falta de orden, quemas de iglesias, atentados fueron el caldo de cultivo que aprovechó el nacionalismo conservador. Dentro de éste hay que destacar la labor intelectual de Acción Española, con Vegas Latapie, Ramiro Maeztu y Víctor Pradera a la cabeza, inspirados en el pensamiento contrarrevolucionario francés. El nacionalfascismo de Ramiro Ledesma y José Antonio Primo de Rivera que atrajo a bastantes universitarios eran el otro polo de la reacción que se aprestaba intervenir. El integrismo, a remolque intelectual del primero, en estrecho contacto con ambientes eclesiásticos, controlaba el carlismo, a través de Don Alfonso Carlos y Fal. Los mimbres estaban servidos para la guerra civil. Y así estalló la guerra incivil, calificada de Cruzada por la jerarquía católica, con la sólo excepción de los prelados de Tarragona y Vitoria. Con una sorpresa: un militar, recién apuntado a la sublevación, el general Franco, se hizo con el poder absoluto y gobernó con mano férrea durante 40 años. La larga dictadura franquista se asentó en un partido político, cuya ideología oficial era la doctrina joseantoniana, pero de ésta sólo conservaba la armazón nacionalista. Iglesia y Ejército fueron los dos pilares del franquismo. Toda la propaganda oficial, machacona y ramplona, se basaba en la Una, Grande y Libre y en la conspiración judeomasónica y rojoseparatista. Aceptadas estas premisas, se despolitizó la sociedad. El nacionalismo español tuvo dos manifestaciones emocionales: la xenofobia, el odio y el miedo al extranjero, y la selección nacional de fútbol –recientemente ha muerto Zarra, el mítico delantero vasco, expresión de la furia española-. La emigración de trabajadores españoles a Europa y la invasión pacífica de turistas en nuestras playas abrieron fisuras en ese nacionalismo primario. Dejó todo atado y bien atado. Una oposición creciente, la inteligencia de sectores franquistas, la jerarquía taranconiana y el sucesor nombrado pactaron una Transición sin memoria histórica. La constitución vigente fue fruto de ese pacto expresado en su artículo 2 como transacción entre el nacionalismo español y el catalán. Se constituyó el llamado Estado de las Autonomías a trancas y barrancas. El nacionalismo español reculó en parte, estaba demasiado reciente el pasado franquista. Ahora hay que revestirlo de ropaje democrático. Ocultarlo era casi una necesidad. La mayoría de los españoles, despolitizados, no sabían que eran nacionalistas. Un partido el PP, recoge a toda la derecha. Logra derrotar al PSOE de Felipe González, el del GAL y la corrupción, y bajo el liderazgo de Aznar empezó a gobernar con el apoyo de CIU y PNV. En unas segundas elecciones, con la borrachera de la mayoría absoluta, se dedica implacable a perseguir a los otros nacionalismos. En este avivar la llama del nacionalismo español cuenta con la ayuda inestimable del terrorismo etarra. Aznar nos embarcó en la aventura de secundar a Bush en la guerra de Irak, a pesar del clamor popular en contra. El empecinamiento del gobierno por atribuir a ETA el atentado de Atocha del 11 de noviembre provocó una indignación masiva que alteró el resultado previsto de las elecciones. Y el PSOE de Rodríguez Zapatero llegó al poder. El tripartito catalán, la verbosidad irreflexiva del Sr. Carod Rovira, los zigzagueos en la tramitación del Estatut, son aprovechados irresponsablemente(?) por el PP y sus medios afines. Destacados miembros de la jerarquía eclesiástica retroceden a posiciones preconciliares y anuncian un documento con la afirmación de que la unidad española es un bien moral a defender. Asociaciones de víctimas politizadas se oponen públicamente a cualquier negociación que pudiera cerrar las heridas del terrorismo. Muchos españoles, cuyo nacionalismo estaba dormido, responden a consignas de boicots a productos catalanes y tiemblan ante la idea de que selecciones vasca o catalana pudieran jugar en torneos internacionales. Ahí estaba su nacionalismo y se lo están tocando…( De nada vale argüir la presencia de equipos de Escocia y Gales en ligas internacionales que no tambalea la unidad de Gran Bretaña). Y aquí tenemos al nacionalismo mayoritario y a los periféricos contemplándose narcisistamente su ombligo, encerrados en sus respectivos dogmatismos, y retroalimentándose mutuamente. Se niegan a ver la realidad de la que ellos a su vez forman parte. ¿Es mucho soñar que algún día se sentirán a dialogar sin apriorismos cerrados por ninguna de las partes y conscientes de que todo Pacto entraña transacciones recíprocas?. Claro que ellos sólo son parte de una realidad mucho más compleja. Estamos en la época de la globalización, de la integración europea aunque sea a trancas y barrancas. Y la que se nos viene encima, la llegada, tímidamente iniciada, de millones de personas que huyen del hambre, de la persecución, de las guerras, del paro, que carecen de la libertad de no emigrar. Impermeabilizar las fronteras no las contendrá. ¿Cómo reaccionarán nuestros nacionalismos ante la nueva sociedad multicultural, multiétnica, plurilingüística y multirreligiosa que nos aguarda?. ¿Sabrán trabajar por la paz o se alimentarán del odio hacia el pobre que nos llega?. Pedro Zabala |